viernes, 2 de abril de 2010

La casa de la Virgen en Efeso

La casa de la Virgen en Efeso fue descubierta gracias a las visiones de Ana Catalina Emmerick en 1881. Según sus escritos, la Virgen preparaba las comidas en la cocina de fuego que estaba en el centro del cuarto y que había una fuente. Las excavaciones revelaron la presencia de cenizas y la fuente continua fluyendo. Los exploradores se asombraron de la exactitud de las descripciones de Emmerick.


Después de la Muerte, 
Resurrección y Ascensión de
Nuestro Señor, 
María vivió algunos años en Jerusalén,
tres en Betania y nueve en Éfeso. 
En esta última ciudad, 
la Virgen habitaba sola y con una mujer más
joven que la servía y que iba a buscar los escasos
alimentos que necesitaban. 
Vivían en el silencio y en
una paz profunda. 

No había hombres en la casa 
y a veces algún discípulo
 que andaba de viaje, 
venía a visitarla. 
Ví entrar y salir
 frecuentemente a un hombre, 
que siempre he creído que era San Juan;
mas ni en Jerusalén ni en Efeso demoraba mucho en la vecindad; iba y venía. 

La Santísima Virgen 
se hallaba
más silenciosa 
y ensimismada en los últimos años de su vida; 
ya casi no tomaba alimento, 
parecía que solo su cuerpo 
estaba en la Tierra 
y que su Espíritu
se hallaba en otra parte. 

Desde la Ascensión de Jesús
todo su ser expresaba 
un anhelo siempre creciente
y que la consumía más y más. 


En cierta ocasión 
Juan 
y
la Virgen 
se retiraron al Oratorio, 
ésta tiró un cordón
y el Tabernáculo giró 
y se mostró la Cruz; 
después de
haber orado los dos cierto tiempo de rodillas, 
Juan se levantó, 
extrajo de su pecho una caja de metal, 
la abrió por un lado, 
tomó un envoltorio de lana finísima
sin teñir
 y de éste un lienzo blanco doblado 
y sacó el Santísimo Sacramento 
en forma de una partícula
blanca cuadrada. 

Enseguida pronunció ciertas
palabras en tono grave y solemne, 
entonces dio la
Eucaristía a la Santa Virgen. 

A alguna distancia
detrás de la casa, 
en el camino 
que lleva a la cumbre
de la montaña, 
la Santa Virgen 
había dispuesto una
especie de Camino de la Cruz o Vía Crucis. 

Cuando habitaba en Jerusalén, 
jamás había cesado de andar
la Vía Dolorosa 
y de regar con sus lágrimas los sitios
donde 
El había sufrido. 

Tenía medido paso por paso
todos los intervalos y su amor se alimentaba con la
contemplación incesante de aquella marcha tan
penosa. 

Poco tiempo después de llegar a Efeso la vi a
entregarse diariamente a meditar la Pasión,
siguiendo el camino que iba a la cúspide de la
montaña. 

Al principio hacía sola esta marcha y según
el número de pasos tantas veces contados por Ella,
medía las distancias entre los diversos lugares en
que se había verificado algún especial incidente de la Pasión del Salvador. 

En cada uno de los sitios, erigía
una piedra o si se encontraba allí un árbol, 
hacía en él una señal. 

El camino conducía a un bosque donde
un montecillo representaba el Calvario, 
lugar del sacrificio 
y una pequeña gruta el Santo Sepulcro.
 

Cuando María hubo dividido en doce Estaciones el Camino de la Cruz, 
lo recorrió con su sirvienta
sumida en contemplación. 
Separaba en cada lugar
que recordaba un episodio de la Pasión, 
meditaba sobre él, 
daba gracias al Señor por su amor 
y la Virgen 
derramaba lágrimas de compasión. 


Después de tres años de residencia en Efeso, María tuvo gran deseo de volver a Jerusalén; 
la acompañaron Juan y Pedro y creo que muchos apóstoles se hallaban allí
reunidos. 

A la llegada de María 
y de los apóstoles en
Jerusalén, 
los vi que antes de entrar en la ciudad,
visitaron el Huerto de los Olivos, 
el Monte Calvario, 
el Santo Sepulcro 
y todos los Santos Lugares 
en torno a
Jerusalén. 

La madre de Dios se hallaba tan
enternecida 
y llena de compasión, 
que apenas podía ponerse de pié, 
Juan y Pedro la conducían
sosteniéndola de los brazos. 

Pasado algún tiempo,
María regresó a su morada de Efeso
 en compañía de
San Juan. 

A pesar de su avanzada edad, 
la Santa Virgen no manifestaba 
otras señales de vejez que la
expresión del ardiente deseo que la consumía y la
impulsaba en cierto modo a su transfiguración. 

Tenía una gravedad inefable, jamás la vi reírse,
únicamente sonreírse con cierto aire arrebatador.

Mientras más avanzada en años, 
su rostro se ponía
más blanco y diáfano. 

Estaba flaca pero sin arrugas,
ni otro signo de decrepitud, 
había llegado a ser un
puro Espíritu. 

Por último llegó para la Madre de Jesús,
la hora de abandonar este mundo 
y unirse a su Divino Hijo. 

En su alcoba encortinada de blanco, 
la vi tendida sobre una cama baja y estrecha; 
su cabeza reposaba sobre un cojín redondo. 

Se hallaba pálida y
devorada por un deseo vehemente. 

Un largo lienzo
cubría su cabeza y todo su cuerpo, 
y encima había
un cobertor de lana obscura. 

Pasado algún tiempo, vi
también mucha tristeza e inquietud 
en casa de la Santa Virgen. 

La sirvienta estaba en extremo afligida,
se arrodillaba con frecuencia 
en diversos lugares de la casa 
y oraba con los brazos extendidos 
y sus ojos
inundados de lágrimas. 

La Santa Virgen reposaba
tranquila en su camastro, 
parecía ya llegado el
momento de su muerte. 

Estaba envuelta en un
vestido de noche 
y su velo se hallaba recogido
 en cuadro sobre su frente, 
solo lo bajaba sobre su rostro
 cuando hablaba con los hombres. 

Nada le vi tomar
en los últimos días, 
sino de tiempo en tiempo una
cucharada de un jugo
 que la sirvienta exprimía de
ciertas frutas amarillas 
dispuestas en racimos.
 

Cuando la Virgen conoció
 que se acercaba la hora,
quiso conforme a la Voluntad de Dios,
 bendecir a los que se hallaban presentes y despedirse de ellos. 

Su dormitorio estaba descubierto 
y Ella se sentó en la cama, 
su rostro se mostraba blanco, 
resplandeciente
y como enteramente iluminado. 


Todos los amigos
asistentes se hallaban 
en la parte anterior de la sala.

Primero entraron los Apóstoles, 
se aproximaron uno
en pos del otro al dormitorio de María y se
arrodillaron junto a su cama. 


Ella bendijo 
a cada uno de ellos, 
cruzando las manos sobre sus cabezas y
tocándoles ligeramente las frentes. 

A todos habló e
hizo cuanto Jesús
 le hubo ordenado. 

Ella habló a Juan
de las disposiciones 
que debería de tomar para su
sepultura, 
y le encargó que diese sus vestidos a su
sirvienta 
y a otra mujer pobre que solía venir a
servirla. 

Tras de los Apóstoles, se acercaron los
discípulos al lecho de María 
y recibieron de ésta su bendición, 
lo mismo hicieron las mujeres. 

Vi que una
de ellas se inclinó sobre María y que la Virgen la
abrazó. 

Los Apóstoles habían formado 
un altar en el Oratorio que estaba cerca 
del lecho de Santa Virgen.

La sirvienta había traído una mesa cubierta de
blanco y de rojo, 
sobre la cual brillaban 
lámparas y cirios encendidos. 

María, pálida y silenciosa, miraba
fijamente el cielo, a nadie hablaba y parecía
arrobada en éxtasis. 

Estaba iluminada por el deseo,
yo también me sentí impelida
 de aquel anhelo que la
sacaba de sí. 
¡Ah! Mi corazón quería volar a Dios
juntamente con el de Ella. 

Pedro se acercó a Ella y le
administró la Extremaunción, 
poco mas o menos
como se hace en el presente, 
enseguida le presentó
el Santísimo Sacramento. 

La Madre de Dios se
enderezó para recibirlo 
y después cayó sobre su
almohada. 

Los Apóstoles oraron por algún tiempo,
María se volvió a enderezar 
y recibió la sangre del
Cáliz que le presentó Juan. 


En el momento en que la
Virgen recibió la Sagrada Eucaristía, 
vi que una luz
resplandeciente entraba en Ella y que la sumergía en éxtasis profundo.

El rostro de María estaba fresco y
risueño como en su edad florida. 

Sus ojos llenos de alegría miraban al Cielo. 

Entonces vi un cuadro
conmovedor; el techo de la alcoba de María había
desaparecido y a través del cielo abierto, vi la
Jerusalén Celestial.

De allí bajaban dos nubes brillantes 
en la que se veían innumerables ángeles,
entre los cuales llegaban hasta la Santísima Virgen una vía luminosa. 

La Santa Virgen 
extendió los brazos hacia ella 
con un deseo inmenso, 
y su cuerpo
elevado en el aire, 
se mecía sobre la cama
 de manera que se divisaba
 espacio entre el cuerpo y el lecho. 

Desde María
 vi algo como una montaña esplendorosa
 elevarse hasta la Jerusalén Celestial;
creo que era su Alma 
porque vi más claro entonces
una figura brillante 
infinitamente pura
 que salía de su cuerpo 
y se elevaba por la Vía Luminosa
 que iba
hasta el Cielo. 

Los dos coros de ángeles que estaban en las nubes, se reunieron más abajo de su Alma y la separaron de su cuerpo, el cual en el momento de la separación, cayó sobre la cama con los brazos
cruzados sobre el pecho. 

Mis abiertos ojos que
seguían el Alma purísima e inmaculada de María, la vieron entrar en la Jerusalén Celestial 
y llegar al
Trono de la Santísima Trinidad. 

Vi un gran número de
almas entre las cuales reconocí 
a los Santos Joaquín y Ana, 
José, 
Isabel, Zacarías 
y Juan Bautista 
venir al
encuentro de María
 con un júbilo respetuoso. 

Ella
tomó su vuelo
 a través de ellos 
hasta el Trono de
Dios y de su Hijo, 
quien haciendo brillar
 sobre todo lo
demás
 la Luz que salía de sus llagas,
 la recibió con un Amor todo Divino, 
la presentó como un cetro 
y le mostró la Tierra bajo sus pies 
como si confiriese
sobre Ella algún Poder Celestial. 


Así la vi entrar en la
Gloria 
y olvidé todo lo que pasaba en torno de María
sobre la Tierra. 

Después de ésta visión, cuando miré
otra vez a la Tierra, vi resplandeciente el cuerpo de
la Santísima Virgen. 

Reposaba sobre el lecho, con el
rostro luminoso, 
los ojos cerrados y los brazos
cruzados sobre su pecho. 

Los Apóstoles, discípulos y
santas mujeres, estaban arrodillados y oraban en
derredor del cuerpo. 

Después vi que las santas
mujeres extendieron 
un lienzo sobre el Santo Cuerpo
y los Apóstoles con los discípulos se retiraron en la parte anterior de la casa. 

Las mujeres se cubrieron
con sus vestidos y sus velos, 
se sentaron en el suelo
y ya arrodilladas o sentadas, 
cantaban fúnebres lamentaciones. 

Los Apóstoles y los discípulos se
taparon la cabeza 
con la banda de tela 
que llevaban alrededor del cuello 
y celebraron un oficio funerario;
dos de ellos oraban siempre alternativamente a la
cabeza y a los pies del Santo Cuerpo. 

Luego las mujeres quitaron de la cama el Santo Cuerpo con todos sus vestidos y lo pusieron en una larga canasta llena de gruesas coberturas y de esteras, de suerte que estaba como levantado sobre la canasta.
 
Entonces dos de ellas pusieron un gran paño
extendido sobre el cuerpo 
y otras dos la desnudaron
bajo el lienzo, 
dejándole solo su larga túnica de lana.
 

Cortaron también los bellos bucles
 de los cabellos de la Santa Virgen y los conservaron como recuerdo.
 

Enseguida el santo Cuerpo fue revestido de un nuevo ropaje abierto y después por medio de lienzos puestos debajo, fue depositado respetuosamente sobre una mesa y sobre la cual se habían colocado ya los paños mortuorios y las bandas que se debían de usar. 

Envolvieron entonces el Santo Cuerpo con
los lienzos desde los tobillos hasta el pecho y lo
apretaron fuertemente con las fajas. 

La cabeza, las manos y los pies, 
no fueron envueltos de esa manera; 
enseguida depositaron el Cuerpo Santo en
el ataúd y lo colocaron sobre el pecho una Corona de flores blancas, 
encarnadas 
y celestes 
como emblema
de su Virginidad. 

Entonces los Apóstoles, 
los discípulos y todos los asistentes, 
entraron para ver
otra vez antes de ser cubierto
 el Santo Rostro que les
era tan amado. 

Se arrodillaron y lloraron alrededor
del Santo Cuerpo, 
todos tocaron las manos atadas
de Nuestra Madre Maria 
como para despedirse y se retiraron. 

Las mujeres le dieron 
también los últimos adioses, 
le cubrieron el rostro, 
pusieron la tapa en el ataúd 
y le clavaron fajas de tela gris en el centro y
en las extremidades. 

Enseguida colocaron el ataúd
en unas andas, 
Pedro y Juan lo condujeron en
hombros fuera de la casa. 

Creo que se relevaban
sucesivamente, porque más tarde vi que el féretro
era llevado por seis Apóstoles. 

Llegados a la
sepultura, 
pusieron el Santo Cuerpo en tierra y
cuatro de ellos, lo llevaron a la caverna y lo
depositaron en la excavación
 que debía de servirle
de lecho sepulcral. 

Todos los asistentes entraron allí
uno por uno, 
esparcieron aromas y flores en
contorno, 
se arrodillaron orando y vertiendo lágrimas
y luego se retiraron.
 
Por la noche muchos Apóstoles 
y santas mujeres,
oraban y cantaban cánticos 
en el jardincito delante de la tumba. 

Entonces me fue mostrado un cuadro
maravillosamente conmovedor: 

Vi que una muy
ancha vía luminosa bajaba del cielo
 hacia el sepulcro
y que allí se movía 
un resplandor formado de tres
esferas llenas de ángeles 
y de almas bienaventuradas 
que rodeaban a Nuestro Señor y el
Alma resplandeciente de María. 

La figura de
Jesucristo
 con sus rayos
 que salían de sus cicatrices,
ondeaban delante de la Virgen. 

En torno del Alma de
María, vi en la esfera interior, 
pequeñas figuras de niños, 
en la segunda,  había niños como de seis años
y en la tercera exterior, adolescentes o jóvenes; 
no vi distintamente más que sus rostros; 
todo lo demás se me presentó 
como figuras luminosas
resplandecientes. 

Cuando ésta visión que se me
hacía cada vez más y más distinta hubo llegado a la tumba, vi una vía luminosa que se extendía desde allí hasta la Jerusalén Celestial. 

Entonces el Alma de
la Santísima Virgen que seguía a Jesús, 
 descendió a
la tumba a través de la roca 
y luego uniéndose a su
Cuerpo que se había transfigurado, 
clara y brillante
se elevó María acompañado de su Divino Hijo 
y el coro de los Espíritus Bienaventurados 
hacia la
Celestial Jerusalén. 

Toda esa Luz se perdió allí, ya no
vi sobre la Tierra más que la bóveda silenciosa del
estrellado Cielo.

Como Santo Tomás 
no llegó a tiempo a despedirse de la Madre 
y tampoco pudo asistir al Santo Entierro;
él tenía en su mente y corazón, 
llegar a tiempo. 

Pero
al enterarse del desenlace 
por medio de los demás Apóstoles, 
él se puso triste y lloroso 
y se lamentaba
no haber llegado a tiempo.

El, interiormente tenía el deseo vehemente de verla por última vez
y así se los hizo saber a los demás. 
Ya habían pasado varios días
de lo del entierro; 
todos querían volver al Sepulcro y
acceder a la petición de Tomás. 

Tomaron una
resolución y al día siguiente muy de mañana,
emprendieron el camino al Sepulcro de Nuestra
Santa Madre. Estando enfrente del Sepulcro, quitaron la piedra-sello de la entrada y ¡Oh! Maravilla de Maravillas, 
de la bóveda salía un suave aroma de
perfume de Rosas frescas; 
todos al sentir ese perfume, se sintieron conmovidos y perplejos; se
miraron unos a otros 
preguntándose en silencio, 
con la mirada 
y con señas en las manos: “¿Entramos?” y
aún mirándose entre ellos, todos asintieron con la
cabeza y traspasando la bóveda, entraron al Santo
Sepulcro hacia el sitio donde depositaron el ataúd
que contenía 
el Cuerpo Santísimo de la Virgen María
y más enorme fue la emoción 
y sorpresa entre ellos
al ver que en el sitio solo habían Rosas frescas,
fragantes y olorosas y significaban que el Señor
había venido a buscar a su Santísima Madre para
llevarla a su Gloria Celestial y 
Su Cuerpo no sufra la corrupción.




3 comentarios:

  1. Maravillosa colección de fotografías. Muchas gracias. Agradecería que agregaran el texto de la descripción de la casa de Ana Catalina Emmerich
    Padre Horacio Bojorge (Uruguay)

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    1. Extractos del capítulo «La Santísima Virgen en Éfeso»
      María no vivía en Éfeso mismo, sino en una comarca a unas tres horas y media de Éfeso donde ya estaban instaladas algunas de sus íntimas. La morada de María estaba en una montaña que se encuentra a la izquierda según se viene de Jerusalén. [...] Delante de Éfeso hay alamedas con frutas amarillas caídas por el suelo. Un poco al Sur salen sendas estrechas que llevan a un monte de vegetación salvaje, y en lo alto de ese monte hay una llanura ondulada, también con vegetación y de media hora de extensión, en la que se habían instalado los cristianos. Es un paraje muy solitario que tiene muchas colinas fértiles y graciosas, y limpias cuevas de roca entre pequeños llanos arenosos; un paraje salvaje, pero no un desierto, con muchos árboles de sombra ancha, tronco liso y forma de pirámide diseminados por allí. Cuando Juan trajo aquí a la Santísima Virgen ya había mandado construir su casa de antemano y ya vivían en este paraje familias cristianas y algunas santas mujeres; algunas moraban en cuevas de tierra o de roca, que ampliaban para vivir con zarzos ligeros de madera, y otras en frágiles cabañas de lona. Se habían trasladado aquí a causa de una violenta persecución, y como estaban refugiadas en las cuevas y lugares tal como los ofrecía la Naturaleza, sus viviendas eran como de ermitaños y en su mayor parte estaban separadas un cuarto de hora unas de otras. En su conjunto, la colonia parecía una aldea de campesinos diseminada.

      Una comarca solitaria

      Únicamente era de piedra la casa de María, y detrás de ella hay un trecho corto de camino que sube a la cima rocosa del monte, desde la cual, se ven por encima de las colinas y los árboles Éfeso, el mar y muchas islas. [...] Esta comarca es solitaria y por aquí no viene nadie. Cerca de aquí hay un castillo donde vive un rey destronado con el que Juan charlaba a menudo y al que también convirtió; el lugar más tarde llegó a ser obispado. Entre el lugar donde vivía la Santísima Virgen y Éfeso corre un arroyo maravillosamente serpenteante. [...]

      La Santísima Virgen vivía allí con una joven, su criada, que recolectaba lo poco que necesitaban para alimentarse. Vivían con total tranquilidad y honda paz. En la casa no había ningún hombre, pero a veces la visitaba algún apóstol o discípulo que iba de viaje.

      Con muchísima frecuencia veía yo entrar y salir un hombre al que siempre he tenido por Juan, pero que ni en Jerusalén ni aquí estaba continuamente con ella. Viajaba de vez en cuando y llevaba distinto traje que en época de Jesús, muy largo, con pliegues y de tela fina blanco grisácea. Era muy delgado y ágil, tenía la cara larga, estrecha y fina, y en su cabeza descubierta tenía largos cabellos rubios partidos en raya y detrás de las orejas. Respecto a los demás apóstoles, su tierna apariencia daba una impresión virginal, casi femenina.

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