viernes, 2 de abril de 2010

La casa de la Virgen en Efeso

La casa de la Virgen en Efeso fue descubierta gracias a las visiones de Ana Catalina Emmerick en 1881. Según sus escritos, la Virgen preparaba las comidas en la cocina de fuego que estaba en el centro del cuarto y que había una fuente. Las excavaciones revelaron la presencia de cenizas y la fuente continua fluyendo. Los exploradores se asombraron de la exactitud de las descripciones de Emmerick.


Después de la Muerte, 
Resurrección y Ascensión de
Nuestro Señor, 
María vivió algunos años en Jerusalén,
tres en Betania y nueve en Éfeso. 
En esta última ciudad, 
la Virgen habitaba sola y con una mujer más
joven que la servía y que iba a buscar los escasos
alimentos que necesitaban. 
Vivían en el silencio y en
una paz profunda. 

No había hombres en la casa 
y a veces algún discípulo
 que andaba de viaje, 
venía a visitarla. 
Ví entrar y salir
 frecuentemente a un hombre, 
que siempre he creído que era San Juan;
mas ni en Jerusalén ni en Efeso demoraba mucho en la vecindad; iba y venía. 

La Santísima Virgen 
se hallaba
más silenciosa 
y ensimismada en los últimos años de su vida; 
ya casi no tomaba alimento, 
parecía que solo su cuerpo 
estaba en la Tierra 
y que su Espíritu
se hallaba en otra parte. 

Desde la Ascensión de Jesús
todo su ser expresaba 
un anhelo siempre creciente
y que la consumía más y más. 


En cierta ocasión 
Juan 
y
la Virgen 
se retiraron al Oratorio, 
ésta tiró un cordón
y el Tabernáculo giró 
y se mostró la Cruz; 
después de
haber orado los dos cierto tiempo de rodillas, 
Juan se levantó, 
extrajo de su pecho una caja de metal, 
la abrió por un lado, 
tomó un envoltorio de lana finísima
sin teñir
 y de éste un lienzo blanco doblado 
y sacó el Santísimo Sacramento 
en forma de una partícula
blanca cuadrada. 

Enseguida pronunció ciertas
palabras en tono grave y solemne, 
entonces dio la
Eucaristía a la Santa Virgen. 

A alguna distancia
detrás de la casa, 
en el camino 
que lleva a la cumbre
de la montaña, 
la Santa Virgen 
había dispuesto una
especie de Camino de la Cruz o Vía Crucis. 

Cuando habitaba en Jerusalén, 
jamás había cesado de andar
la Vía Dolorosa 
y de regar con sus lágrimas los sitios
donde 
El había sufrido. 

Tenía medido paso por paso
todos los intervalos y su amor se alimentaba con la
contemplación incesante de aquella marcha tan
penosa. 

Poco tiempo después de llegar a Efeso la vi a
entregarse diariamente a meditar la Pasión,
siguiendo el camino que iba a la cúspide de la
montaña. 

Al principio hacía sola esta marcha y según
el número de pasos tantas veces contados por Ella,
medía las distancias entre los diversos lugares en
que se había verificado algún especial incidente de la Pasión del Salvador. 

En cada uno de los sitios, erigía
una piedra o si se encontraba allí un árbol, 
hacía en él una señal. 

El camino conducía a un bosque donde
un montecillo representaba el Calvario, 
lugar del sacrificio 
y una pequeña gruta el Santo Sepulcro.
 

Cuando María hubo dividido en doce Estaciones el Camino de la Cruz, 
lo recorrió con su sirvienta
sumida en contemplación. 
Separaba en cada lugar
que recordaba un episodio de la Pasión, 
meditaba sobre él, 
daba gracias al Señor por su amor 
y la Virgen 
derramaba lágrimas de compasión. 


Después de tres años de residencia en Efeso, María tuvo gran deseo de volver a Jerusalén; 
la acompañaron Juan y Pedro y creo que muchos apóstoles se hallaban allí
reunidos. 

A la llegada de María 
y de los apóstoles en
Jerusalén, 
los vi que antes de entrar en la ciudad,
visitaron el Huerto de los Olivos, 
el Monte Calvario, 
el Santo Sepulcro 
y todos los Santos Lugares 
en torno a
Jerusalén. 

La madre de Dios se hallaba tan
enternecida 
y llena de compasión, 
que apenas podía ponerse de pié, 
Juan y Pedro la conducían
sosteniéndola de los brazos. 

Pasado algún tiempo,
María regresó a su morada de Efeso
 en compañía de
San Juan. 

A pesar de su avanzada edad, 
la Santa Virgen no manifestaba 
otras señales de vejez que la
expresión del ardiente deseo que la consumía y la
impulsaba en cierto modo a su transfiguración. 

Tenía una gravedad inefable, jamás la vi reírse,
únicamente sonreírse con cierto aire arrebatador.

Mientras más avanzada en años, 
su rostro se ponía
más blanco y diáfano. 

Estaba flaca pero sin arrugas,
ni otro signo de decrepitud, 
había llegado a ser un
puro Espíritu. 

Por último llegó para la Madre de Jesús,
la hora de abandonar este mundo 
y unirse a su Divino Hijo. 

En su alcoba encortinada de blanco, 
la vi tendida sobre una cama baja y estrecha; 
su cabeza reposaba sobre un cojín redondo. 

Se hallaba pálida y
devorada por un deseo vehemente. 

Un largo lienzo
cubría su cabeza y todo su cuerpo, 
y encima había
un cobertor de lana obscura. 

Pasado algún tiempo, vi
también mucha tristeza e inquietud 
en casa de la Santa Virgen. 

La sirvienta estaba en extremo afligida,
se arrodillaba con frecuencia 
en diversos lugares de la casa 
y oraba con los brazos extendidos 
y sus ojos
inundados de lágrimas. 

La Santa Virgen reposaba
tranquila en su camastro, 
parecía ya llegado el
momento de su muerte. 

Estaba envuelta en un
vestido de noche 
y su velo se hallaba recogido
 en cuadro sobre su frente, 
solo lo bajaba sobre su rostro
 cuando hablaba con los hombres. 

Nada le vi tomar
en los últimos días, 
sino de tiempo en tiempo una
cucharada de un jugo
 que la sirvienta exprimía de
ciertas frutas amarillas 
dispuestas en racimos.
 

Cuando la Virgen conoció
 que se acercaba la hora,
quiso conforme a la Voluntad de Dios,
 bendecir a los que se hallaban presentes y despedirse de ellos. 

Su dormitorio estaba descubierto 
y Ella se sentó en la cama, 
su rostro se mostraba blanco, 
resplandeciente
y como enteramente iluminado. 


Todos los amigos
asistentes se hallaban 
en la parte anterior de la sala.

Primero entraron los Apóstoles, 
se aproximaron uno
en pos del otro al dormitorio de María y se
arrodillaron junto a su cama. 


Ella bendijo 
a cada uno de ellos, 
cruzando las manos sobre sus cabezas y
tocándoles ligeramente las frentes. 

A todos habló e
hizo cuanto Jesús
 le hubo ordenado. 

Ella habló a Juan
de las disposiciones 
que debería de tomar para su
sepultura, 
y le encargó que diese sus vestidos a su
sirvienta 
y a otra mujer pobre que solía venir a
servirla. 

Tras de los Apóstoles, se acercaron los
discípulos al lecho de María 
y recibieron de ésta su bendición, 
lo mismo hicieron las mujeres. 

Vi que una
de ellas se inclinó sobre María y que la Virgen la
abrazó. 

Los Apóstoles habían formado 
un altar en el Oratorio que estaba cerca 
del lecho de Santa Virgen.

La sirvienta había traído una mesa cubierta de
blanco y de rojo, 
sobre la cual brillaban 
lámparas y cirios encendidos. 

María, pálida y silenciosa, miraba
fijamente el cielo, a nadie hablaba y parecía
arrobada en éxtasis. 

Estaba iluminada por el deseo,
yo también me sentí impelida
 de aquel anhelo que la
sacaba de sí. 
¡Ah! Mi corazón quería volar a Dios
juntamente con el de Ella. 

Pedro se acercó a Ella y le
administró la Extremaunción, 
poco mas o menos
como se hace en el presente, 
enseguida le presentó
el Santísimo Sacramento. 

La Madre de Dios se
enderezó para recibirlo 
y después cayó sobre su
almohada. 

Los Apóstoles oraron por algún tiempo,
María se volvió a enderezar 
y recibió la sangre del
Cáliz que le presentó Juan. 


En el momento en que la
Virgen recibió la Sagrada Eucaristía, 
vi que una luz
resplandeciente entraba en Ella y que la sumergía en éxtasis profundo.

El rostro de María estaba fresco y
risueño como en su edad florida. 

Sus ojos llenos de alegría miraban al Cielo. 

Entonces vi un cuadro
conmovedor; el techo de la alcoba de María había
desaparecido y a través del cielo abierto, vi la
Jerusalén Celestial.

De allí bajaban dos nubes brillantes 
en la que se veían innumerables ángeles,
entre los cuales llegaban hasta la Santísima Virgen una vía luminosa. 

La Santa Virgen 
extendió los brazos hacia ella 
con un deseo inmenso, 
y su cuerpo
elevado en el aire, 
se mecía sobre la cama
 de manera que se divisaba
 espacio entre el cuerpo y el lecho. 

Desde María
 vi algo como una montaña esplendorosa
 elevarse hasta la Jerusalén Celestial;
creo que era su Alma 
porque vi más claro entonces
una figura brillante 
infinitamente pura
 que salía de su cuerpo 
y se elevaba por la Vía Luminosa
 que iba
hasta el Cielo. 

Los dos coros de ángeles que estaban en las nubes, se reunieron más abajo de su Alma y la separaron de su cuerpo, el cual en el momento de la separación, cayó sobre la cama con los brazos
cruzados sobre el pecho. 

Mis abiertos ojos que
seguían el Alma purísima e inmaculada de María, la vieron entrar en la Jerusalén Celestial 
y llegar al
Trono de la Santísima Trinidad. 

Vi un gran número de
almas entre las cuales reconocí 
a los Santos Joaquín y Ana, 
José, 
Isabel, Zacarías 
y Juan Bautista 
venir al
encuentro de María
 con un júbilo respetuoso. 

Ella
tomó su vuelo
 a través de ellos 
hasta el Trono de
Dios y de su Hijo, 
quien haciendo brillar
 sobre todo lo
demás
 la Luz que salía de sus llagas,
 la recibió con un Amor todo Divino, 
la presentó como un cetro 
y le mostró la Tierra bajo sus pies 
como si confiriese
sobre Ella algún Poder Celestial. 


Así la vi entrar en la
Gloria 
y olvidé todo lo que pasaba en torno de María
sobre la Tierra. 

Después de ésta visión, cuando miré
otra vez a la Tierra, vi resplandeciente el cuerpo de
la Santísima Virgen. 

Reposaba sobre el lecho, con el
rostro luminoso, 
los ojos cerrados y los brazos
cruzados sobre su pecho. 

Los Apóstoles, discípulos y
santas mujeres, estaban arrodillados y oraban en
derredor del cuerpo. 

Después vi que las santas
mujeres extendieron 
un lienzo sobre el Santo Cuerpo
y los Apóstoles con los discípulos se retiraron en la parte anterior de la casa. 

Las mujeres se cubrieron
con sus vestidos y sus velos, 
se sentaron en el suelo
y ya arrodilladas o sentadas, 
cantaban fúnebres lamentaciones. 

Los Apóstoles y los discípulos se
taparon la cabeza 
con la banda de tela 
que llevaban alrededor del cuello 
y celebraron un oficio funerario;
dos de ellos oraban siempre alternativamente a la
cabeza y a los pies del Santo Cuerpo. 

Luego las mujeres quitaron de la cama el Santo Cuerpo con todos sus vestidos y lo pusieron en una larga canasta llena de gruesas coberturas y de esteras, de suerte que estaba como levantado sobre la canasta.
 
Entonces dos de ellas pusieron un gran paño
extendido sobre el cuerpo 
y otras dos la desnudaron
bajo el lienzo, 
dejándole solo su larga túnica de lana.
 

Cortaron también los bellos bucles
 de los cabellos de la Santa Virgen y los conservaron como recuerdo.
 

Enseguida el santo Cuerpo fue revestido de un nuevo ropaje abierto y después por medio de lienzos puestos debajo, fue depositado respetuosamente sobre una mesa y sobre la cual se habían colocado ya los paños mortuorios y las bandas que se debían de usar. 

Envolvieron entonces el Santo Cuerpo con
los lienzos desde los tobillos hasta el pecho y lo
apretaron fuertemente con las fajas. 

La cabeza, las manos y los pies, 
no fueron envueltos de esa manera; 
enseguida depositaron el Cuerpo Santo en
el ataúd y lo colocaron sobre el pecho una Corona de flores blancas, 
encarnadas 
y celestes 
como emblema
de su Virginidad. 

Entonces los Apóstoles, 
los discípulos y todos los asistentes, 
entraron para ver
otra vez antes de ser cubierto
 el Santo Rostro que les
era tan amado. 

Se arrodillaron y lloraron alrededor
del Santo Cuerpo, 
todos tocaron las manos atadas
de Nuestra Madre Maria 
como para despedirse y se retiraron. 

Las mujeres le dieron 
también los últimos adioses, 
le cubrieron el rostro, 
pusieron la tapa en el ataúd 
y le clavaron fajas de tela gris en el centro y
en las extremidades. 

Enseguida colocaron el ataúd
en unas andas, 
Pedro y Juan lo condujeron en
hombros fuera de la casa. 

Creo que se relevaban
sucesivamente, porque más tarde vi que el féretro
era llevado por seis Apóstoles. 

Llegados a la
sepultura, 
pusieron el Santo Cuerpo en tierra y
cuatro de ellos, lo llevaron a la caverna y lo
depositaron en la excavación
 que debía de servirle
de lecho sepulcral. 

Todos los asistentes entraron allí
uno por uno, 
esparcieron aromas y flores en
contorno, 
se arrodillaron orando y vertiendo lágrimas
y luego se retiraron.
 
Por la noche muchos Apóstoles 
y santas mujeres,
oraban y cantaban cánticos 
en el jardincito delante de la tumba. 

Entonces me fue mostrado un cuadro
maravillosamente conmovedor: 

Vi que una muy
ancha vía luminosa bajaba del cielo
 hacia el sepulcro
y que allí se movía 
un resplandor formado de tres
esferas llenas de ángeles 
y de almas bienaventuradas 
que rodeaban a Nuestro Señor y el
Alma resplandeciente de María. 

La figura de
Jesucristo
 con sus rayos
 que salían de sus cicatrices,
ondeaban delante de la Virgen. 

En torno del Alma de
María, vi en la esfera interior, 
pequeñas figuras de niños, 
en la segunda,  había niños como de seis años
y en la tercera exterior, adolescentes o jóvenes; 
no vi distintamente más que sus rostros; 
todo lo demás se me presentó 
como figuras luminosas
resplandecientes. 

Cuando ésta visión que se me
hacía cada vez más y más distinta hubo llegado a la tumba, vi una vía luminosa que se extendía desde allí hasta la Jerusalén Celestial. 

Entonces el Alma de
la Santísima Virgen que seguía a Jesús, 
 descendió a
la tumba a través de la roca 
y luego uniéndose a su
Cuerpo que se había transfigurado, 
clara y brillante
se elevó María acompañado de su Divino Hijo 
y el coro de los Espíritus Bienaventurados 
hacia la
Celestial Jerusalén. 

Toda esa Luz se perdió allí, ya no
vi sobre la Tierra más que la bóveda silenciosa del
estrellado Cielo.

Como Santo Tomás 
no llegó a tiempo a despedirse de la Madre 
y tampoco pudo asistir al Santo Entierro;
él tenía en su mente y corazón, 
llegar a tiempo. 

Pero
al enterarse del desenlace 
por medio de los demás Apóstoles, 
él se puso triste y lloroso 
y se lamentaba
no haber llegado a tiempo.

El, interiormente tenía el deseo vehemente de verla por última vez
y así se los hizo saber a los demás. 
Ya habían pasado varios días
de lo del entierro; 
todos querían volver al Sepulcro y
acceder a la petición de Tomás. 

Tomaron una
resolución y al día siguiente muy de mañana,
emprendieron el camino al Sepulcro de Nuestra
Santa Madre. Estando enfrente del Sepulcro, quitaron la piedra-sello de la entrada y ¡Oh! Maravilla de Maravillas, 
de la bóveda salía un suave aroma de
perfume de Rosas frescas; 
todos al sentir ese perfume, se sintieron conmovidos y perplejos; se
miraron unos a otros 
preguntándose en silencio, 
con la mirada 
y con señas en las manos: “¿Entramos?” y
aún mirándose entre ellos, todos asintieron con la
cabeza y traspasando la bóveda, entraron al Santo
Sepulcro hacia el sitio donde depositaron el ataúd
que contenía 
el Cuerpo Santísimo de la Virgen María
y más enorme fue la emoción 
y sorpresa entre ellos
al ver que en el sitio solo habían Rosas frescas,
fragantes y olorosas y significaban que el Señor
había venido a buscar a su Santísima Madre para
llevarla a su Gloria Celestial y 
Su Cuerpo no sufra la corrupción.




Visión del Nacimiento de Jesús según una visión dada a la Beata Catalina Emmerich ALEMANIA, 1820

"He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no eran ya visibles. María, con su amplio vestido desceñido, estaba arrodillada con la cara vuelta hacia Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en éxtasis, suspendida en el pecho. El resplandor en torno a ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía.

Luego ya no vi más la bóveda. Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá arriba había un movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la Tierra, y aparecieron con claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María".

"Vi a Nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mis ojos; pero todo esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos. Poco tiempo después vi al Niño que se movía y le oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño con que lo había cubierto y lo tuvo en sus brazos, estrechándole contra su pecho. Se sentó, ocultándose toda ella con el Niño bajo su amplio velo, y creo que le dio el pecho. Vi entonces que los ángeles, en forma humana, se hincaban delante del Niño recién nacido para adorarlo. "

"Cuando había transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretase contra su corazón el Don Sagrado del Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre sus brazos, y derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don recibido del Cielo. "
"María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago. "iAh, decía yo, este lugar encierra la salvación del mundo entero y nadie lo sospecha !"

"He visto en muchos lugares, hasta en los más lejanos, una insólita alegría, un extraordinario movimiento en esta noche. He visto los corazones de muchos hombres de buena voluntad reanimados por un ansia, plena de alegría, y en cambio, los corazones de los perversos llenos de temores. Hasta en los animales he visto manifestarse alegría en sus movimientos y brincos. Las flores levantaban sus corolas, las plantas y los árboles tomaban nuevo vigor y verdor y esparcían sus fragancias y perfumes. He visto brotar fuentes de agua de la tierra. En el momento mismo del nacimiento de Jesús brotó una fuente abundante en la gruta de la colina del Norte. "

"A legua y media más o menos de la gruta de Belén, en el valle de los pastores, había una colina. En las faldas de la colina estaban las chozas de tres pastores. Al nacimiento de Jesucristo vi a estos tres pastores muy impresionados ante el aspecto de aquella noche tan maravillosa; por eso se quedaron alrededor de sus cabañas mirando a todos lados. "

"Entonces vieron maravillados la luz extraordinaria sobre la gruta del pesebre. Mientras los tres pastores estaban mirando hacia aquel lado del cielo, he visto descender sobre ellos una nube luminosa, dentro de la cual noté un movimiento a medida que se acercaba. Primero vi que se dibujaban formas vagas, luego rostros, y finalmente oí cantos muy armoniosos, muy alegres, cada vez más claros. Como al principio se asustaron los pastores, apareció un ángel entre ellos, que les dijo: "No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría para todo el pueblo de Israel. Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor. Por señal os doy ésta: encontraréis al Niño envuelto en pañales, echado en un pesebre". Mientras el ángel decía estas palabras, el resplandor se hacía cada vez más intenso a su alrededor. Vi a cinco o siete grandes figuras de ángeles muy bellos y luminosos. Oí que alababan a Dios cantando:

"Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad". Más tarde tuvieron la misma aparición los pastores que estaban junto a la torre. Unos ángeles también aparecieron a otro grupo de pastores cerca de una fuente, al Este de la torre, a unas tres leguas de Belén. Los he visto consultándose unos a otros acerca de lo que llevarían al recién nacido y preparando los regalos con toda premura. Llegaron a la gruta del pesebre al rayar el alba."

La Resurrección

Cuando se acabó el sábado, Juan fue con las santas mujeres, las consoló. Pero no podía contener sus propias lágrimas por lo que se quedó con ellas solo un corto espacio de tiempo. Entonces, Pedro y Santiago el menor fueron también a verlas con el mismo propósito de confortarlas. Ellas prosiguieron con su pena después de que ellos se fueran.

Vi el alma de Nuestro Señor entre dos ángeles ataviados de guerreros; era luminosa, resplandeciente como el sol del mediodía, la vi atravesar la piedra y unirse con el Sagrado Cuerpo. Vi moverse sus miembros, y el Cuerpo del Señor, unido con su alma y con su divinidad, salir de su mortaja brillante de luz. En ese mismo instante me pareció que una forma monstruosa, con cola de serpiente y una cola de dragón salía de la tierra debajo de la peña, y que se levantaba contra Jesús. Creo que también tenía una cabeza humana. Vi que en la mano del Resucitado ondeaba un estandarte. Jesús pisó la cabeza del dragón y pegó tres golpes en la cola con el palo de su bandera. Desapareció primero el cuerpo, después la cabeza del dragón y quedó solo la cabeza humana. Yo había visto muchas veces esta misma visión antes de la Resurrección y una serpiente igual a la que estaba emboscada en la concepción de Jesús. Me recordó también la serpiente del paraíso, pero esta todavía era más horrorosa. Creo que era una alegoría de la profecía: "El hijo de la mujer romperá la cabeza de la serpiente", y me pareció un símbolo de la victoria sobre la muerte, pues cuando Nuestro Señor aplastó la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.

Jesús resplandeciente, se elevó por medio de la peña. La tierra tembló. Uno de los ángeles guerreros, se precipitó del cielo al sepulcro como un rayo, apartó la piedra que cubría la entrada y se sentó sobre ella. Los soldados cayeron como muertos y permanecieron en el suelo sin dar señales de vida. Casio, viendo la luz brillar en el sepulcro se acercó, tocó los lienzos vacíos y se fue con la intención de anunciar a Pilato lo sucedido. Sin embargo aguardó un poco porque había sentido el terremoto y había visto al ángel apartar la piedra a un lado y el sepulcro vacío. Mas no había visto a Jesús.

Mientras la Santísima Virgen oraba interiormente llena de un ardiente deseo de ver a Jesús, un ángel vino a decirle que fuera a la pequeña puerta de Nicodemo, porque Nuestro Señor estaba cerca. El corazón de María se inundó de gozo; se envolvió en su manto y se fue, dejando allí alas santas mujeres sin decir nada a nadie. Le vi encaminarse deprisa hacia la pequeña puerta de la ciudad por donde había entrado con sus compañeras al volver del sepulcro. Caminaba con pasos apresurados, cuando la vi detenerse de pronto en un sitio solitario. Miró a lo alto de la muralla de la ciudad y el alma de Nuestro Señor, resplandeciente, bajó hasta su Madre acompañada de una multitud de almas y patriarcas. Jesús, volviéndose hacia ellos dijo: "He aquí a María, he aquí a mi Madre". Pareció darle un beso y luego desapareció.

En el mismo instante en que un ángel entraba en el sepulcro y la tierra temblaba vi a Nuestro Señor resucitado apareciéndose a su Madre en el Calvario; estaba hermoso y radiante. Su vestido que parecía una copa, flotaba tras Él, era de un blanco azulado, como el humo visto a la luz del sol. Sus heridas resplandecían, y se podían ver a través de los agujeros de las manos. Rayos luminosos salían de las puntas de sus dedos. Las almas de los patriarcas se inclinaron ante la Madre de Jesús. El Salvador mostró sus heridas a su Madre, que se posternó para besar sus pies, mas Él la levantó y desapareció. Se veían luces de antorchas a lo lejos cerca del sepulcro, y el horizonte se esclarecía hacia el oriente, encima de Jerusalén.

La Santa Virgen cayó de rodillas y besó el lugar donde había aparecido su Hijo. Debían ser las nueve de la noche. Sus rodillas y sus pies quedaron marcados sobre la piedra. La visión que había tenido la había llenado de un gozo indecible. Y regresó confortada junto a las santas mujeres, a quienes halló ocupadas en preparar ungüentos y perfumes. No les dijo lo que había visto, pero sus fuerzas se habían renovado, consoló a las demás y las fortaleció en su fe

La Santa Virgen se unió a la preparación de los bálsamos que las santas mujeres habían empezado a elaborar en su ausencia. La intención de ellas era ir al sepulcro antes del amanecer del día siguiente, y verter esos perfumes en el Cuerpo de nuestro Señor.
Las santas mujeres

Estaban las mujeres cerca de la pequeña puerta de Nicodemus cuando Nuestro Señor resucitó pero no vieron nada de los prodigios que habían acontecido en el sepulcro. Tampoco sabían que habían puesto allí una guardia, porque no habían ido la víspera a causa del sábado. Mientras se acercaban se preguntaban entre sí con inquietud: "¿Quién nos apartará la piedra de la entrada?" Querían echar agua de nardo y aceite aromatizado con flores sobre el Cuerpo de Jesús. Querían ofrecer a Nuestro Señor lo más precioso que pudieran encontrar para honrar su sepultura. La que había llevado más cosas era Salomé, no la madre de Juan, sino una mujer rica de Jerusalén, pariente de san José.

Decidieron que, cuando llegaran, dejarían sus perfumes sobre la piedra y esperarían a que alguien pasara para apartarla. Los guardias seguían tendidos en el suelo y las fuertes convulsiones que los sacudían, demostraban cuán grande había sido su terror. La piedra estaba corrida hacia la derecha de la entrada, de modo que se podía penetrar en el sepulcro sin dificultad. Los lienzos que habían servido para envolver a Jesús estaban sobre el sepulcro. La gran sábana estaba en su sitio pero sin su Cuerpo. Las vendas habían quedado sobre el borde anterior del sepulcro, las telas con que María Santísima había envuelto la cabeza de su Hijo estaban en donde había reposado esta.

Vi a las santas mujeres acercarse al jardín, pero, cuando vieron las luces y los soldados tendidos alrededor del sepulcro, tuvieron miedo y se alejaron un poco. Pero Magdalena, sin pensar en el peligro, entró precipitadamente en el huerto y Salomé la siguió a cierta distancia. Otras dos, menos osadas se quedaron en la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, se sintió sobrecogida y esperó a Salomé; las dos juntas pasaron entre los soldados caídos en el suelo y entraron en la gruta del sepulcro. Vieron la puerta apartada de la entrada y cuando, llenas de emoción penetraron en el sepulcro, encontraron los lienzos vacíos. El sepulcro resplandecía y un ángel estaba sentado a la derecha sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del ángel, mas salió perturbada del jardín y corrió rápidamente a la ciudad, donde se hallaban reunidos los discípulos. No sé tampoco si el ángel habló a María Salomé, que había quedado en la entrada del sepulcro, pero la vi salir también muy deprisa del jardín, detrás de Magdalena, y reunirse con las otras dos mujeres anunciándoles lo que había sucedido. Se llenaron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no se atrevieron a entrar.

Casio que había esperado un rato, pensando quizá que podía ver a Jesús, fue a contárselo todo a Pilato. Al salir se encontró con las santas mujeres, les contó lo que había visto y las exhortó a que fueran a asegurarse por sus propios ojos. Ellas se animaron y entraron en el huerto. A la entrada del sepulcro vieron a dos ángeles vestidos de blanco. Se asustaron y se cubrieron los ojos con las manos y se postraron en el suelo; pero uno de los ángeles les dijo que no tuvieran miedo y que no buscaran allí al crucificado porque había resucitado y estaba vivo. Les mostró el sudario vacío y les mandó decir a los discípulos lo que habían visto y oído añadiendo que Jesús les predecería en Galilea y que recordaran sus palabras: "El Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores que lo crucificarán pero Él resucitará al tercer día. Entonces los ángeles desaparecieron. Las santas mujeres temblando pero llenas de gozo se volvieron hacia la ciudad. Estaban sobrecogidas y emocionadas; no se apresuraban sino que se paraban de vez en cuando para mirar a ver si veían a Nuestro Señor o si volvía Magdalena.

Mientras tanto Magdalena había ya llegado al cenáculo, estaba fuera de sí y llamó a la puerta con fuerza. Algunos discípulos estaban todavía acostados. Pedro y Juan le abrieron. Magdalena les dijo desde fuera: "Se han llevado el Cuerpo del Señor y no sabemos a dónde lo han llevado". Después de estas palabras se volvió corriendo al huerto. Pedro y Juan entraron alarmados en la casa y dijeron algunas palabras a los otros discípulos. Después la siguieron corriendo; Juan más deprisa que Pedro.

Magdalena entró en el jardín y se dirigió al sepulcro. Llegaba trastornada por su dolor y sus carreras, cubierta de rocío con el manto caído y sus hombros descubiertos al igual que sus largos cabellos. Como estaba sola no se atrevió a bajar a la gruta y se detuvo un instante en la entrada. Se arrodilló para mirar adentro del sepulcro y al echar hacia atrás sus cabellos que caían por su cara vio dos ángeles vestidos de blanco sentados a ambos extremos del sepulcro. Oyó la voz de uno de ellos que decía: "Mujer, ¿por qué lloras?" Ella gritó en medio de su dolor, pues no repetía más que una cosa y no tenía más que un pensamiento al saber que el Cuerpo de Jesús no estaba allí: "Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Después de estas palabras se puso a buscar frenéticamente aquí y allá pareciéndole que iba a encontrar al Salvador, presintiendo confusamente que iba a encontrarlo y que estaba cerca de ella. Ni la aparición de los ángeles podía distraerla de este pensamiento. Parecía que no se diera cuenta de que eran ángeles y no podía pensar más que en su Maestro: "Jesús no está ahí, ¿dónde está Jesús?". La vi moverse de un lado a otro como el que ha perdido la razón.

El cabello le caía sobre amos lados sobre la cara, se lo recogió con las manos echándoselo hacia atrás y entonces, a diez pasos del sepulcro, en el oriente, donde el jardín sube hacia la ciudad vio aparecer una figura vestida de blanco, entre los arbustos a la luz del sepulcro y corriendo hacia él oyó que le dirigía estas palabras: "Mujer ¿por qué lloras?" Creyó que era el huertano porque llevaba una azada en la mano y sobre la cabeza un sombrero ancho, que parecía hecho de corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al jardinero de la parábola de Jesús que contara en Betania a las santas mujeres poco antes de su Pasión. No resplandecía sino que era como un simple hombre vestido de blanco a la luz del crepúsculo. Él le preguntó de nuevo: "¿Por qué lloras?" Entonces ella en medio de sus lágrimas respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé a dónde. Si lo has visto dime dónde está y yo iré a por Él." Y volvió a dirigir la vista frenéticamente a su alrededor. Entonces Jesús le dijo con su voz de siempre: "¡Magdalena!" Ella reconociendo su voz y olvidando crucifixión, muerte y sepultura, como si siguiera vivo dijo volviéndose repentinamente hacia Él: "¡Rabí!" postrándose de rodillas ante Él, con sus brazos extendidos hacia los pies del Resucitado. Pero Él la detuvo diciéndole: "No me toques, pues aún no he subido hacia mi Padre. Ve a decirles a mis hermanos que subo hacia mi Padre y Vuestro Padre, hacia mi Dios y Vuestro Dios" y desapareció.

Jesús le dijo que no le tocara a causa de la impetuosidad de ella, que pensaba que Él vivía la misma vida que antes. En cuanto a las palabras de "aún no he subido a mi Padre" quería expresar que aún no había dado las gracias al Padre por la obra de la Redención, a quién pertenecen las primicias de la alegría. Pero ella en el ímpetu de su amor, ni siquiera se daba cuenta de las cosas grandes que habían pasado. Lo único que quería era poder besar sus pies como antes.

Después de un momento de perturbación Magdalena corrió al sepulcro, donde seguían los ángeles, que le repitieron las mismas palabras que habían dicho alas otras mujeres, que no buscaran allí al Crucificado porque había resucitado como había predicho. Segura entonces del milagro salió a buscar a las santas mujeres encontrándolas en el camino que conduce al Gólgota.

Toda esta escena no duró más de tres minutos. Eran las dos y media cuando Nuestro Señor se había aparecido a Magdalena y Juan y Pedro llegaban al jardín justo cuando ella acababa de irse. Juan entró el primero deteniéndose a la entrada del sepulcro. Miró por la piedra apartada y vio que estaba vacío. Después llegó Pedro y entró en la gruta donde vio los lienzos doblados. Juan le siguió e inmediatamente creyó que había resucitado y ambos comprendieron claramente todas las palabras que les había dicho. Pedro escondió los lienzos bajo su manto y volvieron corriendo. Los ángeles seguían allí pero creo que Pedro no los vio. Juan dijo más tarde a los discípulos de Emaús que había visto desde fuera a un ángel.

En ese momento los guardias revivieron, se levantaron y recogieron sus picas y faroles. Estaban aterrorizados. Yo los vi correr hasta llegar a las puertas de la ciudad. Mientras tanto Magdalena contó a las santas mujeres que había visto a Nuestro Señor y lo que los ángeles le habían dicho; luego se volvió a Jerusalén y las mujeres al jardín creyendo que allí encontrarían a los dos Apóstoles. Cuando ya estaban cerca Jesús se les apareció vestido de blanco y les dijo: "Yo os saludo". Ellas se echaron a sus pies anonadadas. Él les dijo algunas palabras y parecía indicarles algo con la mano. Luego desapareció.

Entonces las santas mujeres corrieron al cenáculo y contaron a los discípulos que quedaran allí, lo que habían visto. Ellos no querían creerlas ni a ellas ni a Magdalena, calificando todo lo que les decían de sueños de mujeres, hasta que volvieron Pedro y Juan. Al regresar estos se habían encontrado también con Tadeo y Santiago el menor, que los habían seguido y estaban muy conmovidos, ya que Nuestro Señor se les había aparecido a ellos también cerca del cenáculo. Yo había visto a Jesús pasar delante de Pedro y de Juan y me pareció que Pedro lo vio porque lo vi sobrecogerse súbitamente. No sé si Juan lo reconoció.
Los guardias

Casio fue a ver a Pilato una hora tras la Resurrección cuando aún el Gobernador romano estaba durmiendo. Le contó emocionado cuanto había visto en el huerto. Le relató sobre el temblor de la peña y cómo un ángel había apartado la piedra del sepulcro y que los lienzos quedaran vacíos. Le dijo que Jesús de Narzaret era efectivamente el Mesías, el Hijo de Dios y que, verdaderamente había resucitado. Pilato escuchó todo el relato con terror escondido y sin querer demostrarlo dijo a Casio: "Eso son supersticiones, has cometido una necedad acercándote tanto al sepulcro del Galileo, sus dioses se han apoderado de ti y te han hecho ver todas esas visiones fantásticas que ahora me cuentas. Te aconsejo que no digas nada de esto a los sacerdotes, porque ellos podrían perjudicarte". Hizo como si creyera que los discípulos hubieran robado y escondido el Cuerpo de Jesús mientras los guardias se habían dormido borrachos y que contaban esas supercherías para no declarar y reconocer su negligencia. Cuando Pilato hubo dicho todo esto y Casio se fue, él corrió a ofrecer sacrificios a sus dioses.

Los cuatro soldados que habían estado custodiando el sepulcro llegaron a continuación y relataron a Pilato lo mismo que Casio, pero él no queriendo escucharles más, los envió a Caifás. Los demás soldados estaban ya en el templo donde se habían reunido muchos ancianos judíos, ante los que narraban lo que había ocurrido en el huerto del sepulcro. Después de las deliberaciones, los ancianos cogieron a los soldados uno a uno y a fuerza de dinero o amenazas, los fueron convenciendo para que contaran que los discípulos se habían llevado el Cuerpo de Jesús mientras ellos dormían. Los soldados dijeron que sus compañeros habían ido a casa de Pilato a contarles lo mismo y que les iban a contradecir, pero los fariseos les prometieron que lo amañarían todo con el gobernador. En esto llegaron los soldados que habían ido a casa de Pilato y se negaron a rectificar lo que le habían contado a este.

Se había ido corriendo el rumor de que José de Arimatea se había librado milagrosamente de la prisión. Así que cuando los soldados fueron acusados por los fariseos de haberse dejado sobornar por los discípulos de Cristo para dejarles llevarse el Cuerpo y amenazados con fuertes castigos por no presentar el cadáver de Jesús, los soldados dijeron que cómo era que no castigaran también a los que no habían podido custodiar y presentar el de José. Algunos que se mantuvieron firmes en lo que habían dicho y hablaron libremente del juicio inicuo de la antevíspera y del modo en que se había interrumpido la Pascua, fueron enviados a la cárcel. Los demás difundieron el embuste que fue extendido por los saduceos, herodianos y fariseos, esparciéndolo por todas las sinagogas y acompañándolo de injurias contra Jesús.

Sin embargo todas esas calumnias no consiguieron lo que pretendían, porque tras la Resurrección de Jesús, muchos de los judíos de la ley antigua se aparecieron a muchos de sus descendientes que eran capaces de recibir la gracia, exhortándolos a que se convirtiesen. Muchos discípulos dispersados por el país y atemorizados, vieron también apariciones semejantes que los consolaron y afirmaron en la Fe.

La aparición de los muertos que salieron de sus sepulcros no tenían el aspecto de Jesús Resucitado, renovado y con su Cuerpo glorificado, no sujeto a la muerte, con el que subió al cielo ante sus discípulos; sino que esos cuerpos que habían salido del sepulcro para dar testimonio de Cristo, eran simples cadáveres, prestados como vestiduras a las almas que los habían habitado, para luego volver a dejarlos nuevamente en la tierra, hasta que resuciten como todos nosotros el día del Juicio Final. Ninguno resucitó como Lázaro, que realmente volvió a la vida y luego murió por segunda vez.
Final de las visiones de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús

El domingo siguiente, si mal no recuerdo, vi a los judíos lavar y purificar el Templo ofreciendo sacrificios expiatorios, escondiendo las señales del terremoto con tablas y alfombras y continuaron las celebraciones de la Pascua que se habían interrumpido. Dijeron que no se habían podido terminar aquel mismo día por la presencia de impuros al Templo y aplicaron no sé de qué modo, una visión de Ezequiel sobre la resurrección de los muertos. Amenazaron con graves castigos a los que murmuraran o hablaran; sin embargo no calmaron sino a la parte del pueblo más ignorante e inmoral. Los mejores se convirtieron primero en secreto y después de Pentecostés, abiertamente.

El Sumo Sacerdote y sus acólitos perdieron una gran parte de su osadía al ver que la doctrina de Jesús se propagaba tan rápidamente. En el tiempo del diaconado de San Esteban, Ofel y la parte oriental del Sión no podían contener la comunidad cristiana y fueron ocupando el espacio que se extiende desde la ciudad hasta Betania.

Vi a Anás como poseído por el demonio y al final fue confinado para no volver a ser visto nunca más públicamente. La locura de Caifás era menos evidente exteriormente, en cambio era tal la violencia de la rabia secreta que lo devoraba, que acabó perturbado en su raciocinio.

El jueves después de la Pascua, vi a Pilato hacer buscar a su mujer inútilmente por la ciudad. Estaba escondida en casa de Lázaro, en Jerusalén. No podían adivinarlo, pues ninguna mujer habitaba en aquella casa. Esteban, que era primo de San Pablo, le llevaba comida y le contaba lo que sucedía en la ciudad. También vi a Simón el Cirineo el día después de la Pascua; fue a ver a los Apóstoles y les pidió ser instruido y bautizado por ellos. Casio dejó la milicia y se juntó con los discípulos. Fue uno de los primeros que recibieron el bautismo, después de Pentecostés, junto con otros soldados convertidos al pie de la Cruz.